Cerca de las ruinas del castillo, donde suelo ir a volar cometas, o que me vuelen ellas a mi, encontré la máscara.
Es una de esas máscaras neutras. Ni ríe ni llora, ni todo lo contrario. De las que al mirarlas uno siente cierta inquietud.
Le sacudí el barro y pensé que seria un buen elemento para colocar en el espejo de mi habitación.
Al poco tiempo, una noche que no podía dormir, decidí levantarme para poner en marcha el protocolo "noche de insomnio", es decir: me levanto, me miro en el espejo, hago doce muecas, me observo detenidamente, me auto-compadezco y me retiro chasqueando la lengua y arrastrando los pies, como un viejecito enfermo, hasta la cocina, donde me calentaré un poco de leche, me fumare cinco cigarros y me pondré a leer “La dramaturgia” de Yves Lavandier.
Pero esa noche, entre el espejo y la cocina, se interpuso la máscara. Parecía que esa indolente máscara, me llamaba. Me la puse y me acerqué hasta el espejo. Quise verme, pero sorprendentemente no me vi. ¡Fíjate!, yo había desaparecido. Yo ya no estaba. Solo podía ver la presencia de un cuerpo inerte. No parecía ni el mío.
Al menos, me oía respirar. Eso me tranquilizaba, sabía que estaba vivo.
No sé el tiempo que estuve, flotando en ese vacío, en esa nada. En ese espacio no espacio. En ese sitio que no existe, pero que es el sitio de donde nace todo. Y cuanto más tiempo vivía esa sensación, más pereza me daba el regreso. Esa máscara me hacía sentir bien.
Ya han pasado meses desde aquello. Y aquí estoy. Más contento que unas castañuelas.
-¡Anda! ¡Quítate esa careta, que me das miedo! ¡Pesao, que eres un pesao!-, me dice mi hijo, cada vez que me ve aparecer en la oscuridad del pasillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario